No recuerdo bien cuando fue. Tampoco me acuerdo bien por qué pero decidí dejarme la barba. Quizá por vagancia. Le pregunto a los hombres: ¿No es terriblemente molesto tener que afeitarse cada dos o tres día? Acá una mujer podría saltar tranquilamente diciendo: “¿y nosotras que nos depilamos, nos maquillamos, sufrimos con la cera caliente y demás torturas?” la verdad yo las admiro.
Volviendo al tema, cuento que me dejé estar por un año más o menos. Opté por el “naturismo” casi un año. Lo único que hice por mí, fue cortarme el pelo cuando se me chiflaba el moño y recortarme la barba cuando mi vieja se ponía en hincha pelotas. Así tiré un año excusándome y fingiendo que no me importaba, cuando en realidad sólo era por vagancia. Una vez llegué a decir que mi barba traía buena suerte a quien la tocara o que era como el pelo de Sansón pero en vez de darme fuerza, me inspiraba creativamente. En fin, fueron locuras del momento para sentirme bien y de paso hacer reír a los demás.
La cosa es que un día, me desperté para ir a la universidad y tenía como una hora hasta embarcarme en ese pesado y rutinario viaje. Entonces me bañé, me paré frente al espejo y dije: “uau”. En ese momento me di cuenta de que el tiempo pasa rápido, de que el jabón se había caído fuera de la bañadera y de que me tenía que afeitar. Como digo siempre: se me chifló el moño, desempolvé la maquinita de afeitar, me la apoyé en la mejilla y pensé: ¡Ahí vamos! Inmediatamente recordé el disco de Cerati.
Cuando terminé me enjuagué la cara, me acerqué temeroso al espejo y me asusté. El que estaba ahí no era yo. Era un maniático empedernido que se había metido en mi espejo a querer robar mi cara, o lo que quedaba de ella. Me quedé mirando el espejo cinco minutos más y no lograba convencerme de que ese tipo era yo.
Bajé las escaleras de casa con inseguridad. Desde el pasillo se escuchaba la tierna voz de mi sobrina, que en realidad no dice una palabra y deduje que también estaría mi hermana. Junté coraje y pasé el umbral. Mi hermana me miró sorprendida e inmediatamente expresó que le gustaba más. Pero a mi sobrina no la noté tan convencida. La alcé para saludarla y comenzó a llorar descabelladamente. Vacilé un poco y me fui derecho a la facultad.
Cuando llegué todo el mundo me miraba, era como el bicho raro. Si en la universidad hubiese un periódico, habrían publicado: “Emiliano Piotto, un joven estudiante de publicidad de nuestra universidad, hoy se afeitó”. Cuando me encontré con mis amigos todos me tocaban, me acariciaban la cara y me decían que estaba más lindo. Igual yo no les creí mucho. A medida que pasaba el día más personas se acercaban y me decían: ¡Ay, te afeitaste! En un principio sonreía y daba una explicación. Pero al numero quinientos que vino a decirme lo mismo pensaba: “No boludo, me caí de la moto y me raspé toda la cara contra el asfalto, mirá qué lindo que me quedó”. Hubo una chica que no sé bien quién es que me dijo: “Ahora estás bien parecido”. No atiné a preguntar otra cosa que: “¿Bien parecido a quién?”. Si, soy un boludo, pero a quién se le ocurre decir eso en vez de un “ahora estás más lindo”.
Volví a casa convencido de que mi iniciativa era la correcta y me acosté a dormir pensando en que al otro día, mis compañeros de la universidad me acosarían queriendo tocarme la cara y diciéndome que estaba más lindo. Por cierto, eso no pasó.